Unas finas arrugas se iban definiendo poco a poco en
sus manos. Ella las miraba con frecuencia, eran su medio de trabajo, y le
gustaba tenerlas bonitas. Siempre había pensado que ese momento en el que la
tersa piel desapareciera de ellas nunca llegaría. Las había cuidado mucho, las
mimaba constantemente como si de un pequeño bebé se tratara pero,
indiscutiblemente, ese día había llegado para quedarse.
Sentada en la mesa de su despacho, permanecía
quieta, concentrada en ellas, como tratando de averiguar cuándo su piel había
pasado de ser suave y brillante a más áspera y arrugada. Suponía que la vanidad
le había impedido ver cómo poco a poco la piel que las envolvía también había
ido cumpliendo años y había ido adquiriendo ese aspecto de madurez que también su
rostro presentaba. Sus dedos, largos y finos, tecleaban con firmeza cada una de
las letras que le dictaba su cabeza sin titubear, sabían lo que tenían que
hacer y lo hacían. La sombra solitaria de un anillo adornaba uno de sus dedos
de la mano derecha, señal inequívoca de que en el pasado sus manos convivían
con otras manos.
Suspiró mientras se levantaba tranquilamente del sillón
que la abrazaba cada día mientras revivía esos años en los que nunca estuvo
sola. Nunca se había parado a pensar si echaba de menos esas otras manos, si
añoraba las caricias sobre su piel en las noches de insomnio o si, por el
contrario, una vez que se fueron, nunca volvió a desearlas. Pensó en lo extraño
que eso le resultaba. Tener y, de repente, no tener, sin haberse parado jamás a
pensar en ello.
Se detuvo delante del espejo que adornaba una de las
desnudas paredes de la estancia en la que se encontraba. Sus ojos castaños le
devolvían la mirada, pensativos. Siempre habían sido unos ojos brillantes y
profundos, atentos. Durante sus años de juventud, le decían que eran unos ojos
que hablaban solos, que no hacían falta palabras para saber lo que sentían. Y
era cierto. Aún ahora, con el paso del tiempo, eran unos ojos que escuchaban,
daban confianza y tranquilidad. Y, aunque ya se veían envueltos en capas de años,
estos no habían conseguido que perdiera un ápice de la belleza y la chispa de
la juventud.
Sonrió. No sabía si con pena o no, pero lo hizo
mientras pensaba cuántas cosas podía transmitir una sonrisa, su sonrisa. Habituada
como estaba a tratar con desconocidos, sabía que era fundamental dar esa
sensación de tranquilidad a su interlocutor. Sonreír en momentos de tensión o
mientras le estaban contando algún problema, siempre daba esa calma necesaria
para hacerlos continuar. Esa sonrisa decía “sigue hablando, no pasa nada, te
escucho, te entiendo, estoy aquí para ti”. Y eso, lo sabía de sobra, valía su
peso en oro.
Pero, ¿quién la escuchaba a ella? ¿Quién había allí
para ella? Miró a su alrededor. Nadie, no había nadie allí para ella. Sólo silencio
y soledad, sólo ella y un espejo que le devolvía una sonrisa
reflejada en una mirada que acariciaba un futuro en calma y en silencio.
Bss.