Dejó el teléfono sobre la mesa y se dejó caer en la
silla que tenía a su lado. Pesadamente, como si el mundo entero le hubiera
caído sobre los hombros. ¿Qué acababa de pasar? Algo se le escapaba, estaba
segura de eso. Era imposible que aquellas cuatro palabras mal cruzadas hubieran
desencadenado lo que vino a continuación. Un momento risas y, al siguiente, la
más absoluta oscuridad.
Las lágrimas le surcaban el rostro entristecido
mientras aún resonaban en su cabeza aquellas duras palabras, esa última frase
que sería, quizá, la última que jamás volvieran a cruzar. Cuánta dureza y qué
hondo dolor le había producido oírlas. ¿No sabía él que, por encima del deseo
que sentía, estaban el cariño y la admiración que le producía? Era un
sentimiento tierno, puro y real, no era una pose ni una excusa. Era cierto como
la vida misma, era cierto como lo que ahora le apuñalaba el alma.
Pensó que tal vez era mejor así, dejar el futuro en
cero expectativas o en cero posibilidades, aunque bien mirado tampoco era eso
lo que quería. Abandonar una amistad era duro, bien lo sabía, ya le había
sucedido en otras ocasiones, y no le gustaba contemplar ese porvenir en el que
el adiós definitivo predominaba, no era eso lo que ella pretendía, en absoluto,
ya que en su vida era importante contar con los suyos, con los que ella llamaba
suyos, claro. Porque, posiblemente, él no lo veía así. Si los amigos son
incondicionalmente amigos en toda la extensión del significado de esta bella
palabra, quizás él no lo era. Y eso, sin duda, le dolía aún más.
Mientras se atusaba el cabello y luchaba por detener
las lágrimas que, insistentemente, caían hacia la nada, no pudo
evitar que los recuerdos se agolparan sin cesar. Tantos había almacenados en
esa cabeza, que se superponían unos sobre otros, sin orden, sin fin… La primera vez que se vieron, el día que
se conocieron, las miradas furtivas, la curiosidad que despertaban el uno en el
otro, palabras cruzadas sin compromisos, sin tapujos, con todo sobre la mesa.
Tantos eran que si hubiera tenido que elegir uno de ellos para no olvidarlo
jamás, no hubiera sabido cuál elegir. Quizá la primera conversación que
mantuvieron a solas, sí, quizá hubiera sido ese el mejor de todos ellos. Lo
recordaba con una nitidez y claridad que le asustaba. ¿Y si no podía olvidarlo?
¿Y si, a pesar de todo, el haberlo conocido terminaba convirtiéndose en un
lastre colgado de su pecho que no la dejara respirar el resto de su vida? Había
muchas cosas que tenía claras, y una de ellas era que no quería que eso pasase.
Uno de los fundamentos en los que estaba basada su vida era en la amistad, esa
palabra que tan a la ligera se usa y que pocos
saben qué significa realmente. ¿Es amor incondicional? Amor del bueno,
del que no se desgasta, del que no se abusa, del que siempre está ahí y nunca
se traiciona, pase lo que pase. No tiene nada que ver con el otro, con el
romántico; este es, o debe ser, auténtico, real, precioso e inolvidable.
Pensó que tal vez le estaba pidiendo mucho a la vida en este sentido,
pero realmente ella lo veía así. Y se dolía por ello.
Sonrió tristemente al recordar las veces en las que
ambos se habían lamido las heridas en la agradable compañía del otro, en cómo
se iban desdibujando las cicatrices que ambos arrastraban durante esas interminables
charlas y en cómo las sonrisas calladas hacían agradables los escasos silencios
que habían compartido. Algo más que amigos, pero amigos al fin y al cabo y por
encima de todo lo demás.
Pero ahora… Sabía que el silencio sería eterno, las
cicatrices no volverían a borrarse y las heridas serían, cada día, más
profundas.
Y eso, sería así, por siempre. Para siempre. Porque las
grandes historias, nunca tienen finales a la altura. Y esta, no iba a ser menos…
Bss.
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