28/10/17

Querido diario: ... cuando ya tenemos el vaso rebosante de agua, cuando el recipiente que guarda lo malo está a reventar...

Querido diario:

¿es más fácil escribir cuando se está triste, deprimido, cuando el peso del mundo te cae sobre los hombros hundiéndote hasta el suelo, o será más sencillo hacerlo cuando uno se siente bien, cuando estamos alegres, felices y vemos la vida de color rosa?

Me hacía esta pregunta hace unos días y la verdad es que no he sabido encontrar una respuesta que me satisfaga del todo. Supongo que, como proyecto de escritora, suelo escribir más cuando me encuentro de un modo en concreto que cuando estoy del otro, pero la verdad es que, incluso cuando me siento feliz, suelo escribir cosas generalmente tristes o, al menos, no suelen ser relatos en los que predomine la alegría. Al final, muere uno, muere el otro, o uno ya está muerto y el vivo recuerda el pasado… En fin, que no soy muy optimista escribiendo.

Sinceramente, y a raíz de esta pregunta que me surgió mientras leía un artículo de una escritora de fama mundial hace unos días, a la cual le ha pasado de todo, o casi de todo (negativamente hablando), creo que, bien mirado, los sentimientos salen mucho mejor cuando uno no se siente feliz. O sea, que el alma vapuleada suele dar mejores frutos que un corazón sonriente (en este punto, y tras haber escrito esta línea con la que sé que vas a estar en desacuerdo, me tapo los ojos con las manos). 

Y es que creo que solemos dejar salir mucho mejor lo que llevamos dentro cuando estamos al límite de la paciencia, cuando ya tenemos el vaso rebosante de agua, cuando el recipiente que guarda lo malo está a reventar; entonces las palabras casi que salen solas, sin demasiado esfuerzo, porque necesitamos desahogarnos y contar lo que nos pasa. O, sencillamente, es en esos momentos cuando nos cuesta menos crear un bonito relato lleno de ternura. La vulnerabilidad del escritor es genial para esos casos. ¿No estás de acuerdo conmigo, querido diario?

Al hilo de esto, durante estas últimas semanas he sido capaz de crear cuatro historias distintas (todas ellas inacabadas, por supuesto): una de amor, otra de desamor, una tercera dolorosa y la cuarta tiene un poco de todo eso, mezclado con ese odio atroz que sentimos cuando alguien nos falla y nos defrauda (de esto, podemos hablar tú y yo un día…). Los cuatro relatos por separado son cortitos, apenas mil palabras que se entrelazan para formar un pequeño cuadro que mostrar al que lo quiera leer, pero juntos podrían llegar a ser algo… Los cuatro protagonistas se dan la mano en un momento determinado de cada historia, se cruzan en distintos sitios e, incluso, en los cuatro relatos, coinciden en alguno de los escenarios en los que se desarrolla la acción: un café, un parque, la playa, una cancha,… Lugares todos ellos frecuentados por todo tipo de personas, de diferentes culturas, de carácter distinto al del otro, personas de las que van y vienen, personas que permanecen en nuestra vida a pesar de la distancia, a pesar de recibir continuamente negativas a tal o cual requerimiento, personas que siempre cogen el teléfono cuando se las necesita o aquellas que jamás tienen una palabra amable que decirte, a pesar de todo… Son lugares que albergan las más variadas historias, que son testigos mudos de millones de encuentros con distintos finales, como mis cuatro relatos.

Como te iba diciendo, mis cuatro protagonistas son totalmente distintos. El primero, hombre, 40, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, moreno, ojos color miel, sonrisa amable, camina por la vida como si le hubiesen dado una paliza tras otra y nadie se ocupase de curar sus heridas. La vida lo ha castigado, aunque aún conserva esa parte de felicidad que le hace creer que todo va a salir bien, lo cual es muy importante en estos tristes tiempos que corren… Esta es la historia de amor, el que él siente por la vida a pesar de todo y de todos, el que comparte con sus amigos, tres inseparables que son los encargados de ayudarle a sonreír cada día. No sabemos muy bien qué le ha pasado a lo largo de esos años ni cual es la carga que lleva consigo, pero sí sabemos que cada paso que da marca su futuro.

El segundo protagonista, otro hombre, chico más bien, tiene dieciocho, ahí es nada. Es rudo, arisco, contestón y maleducado, no tiene ningún tipo de interés en su futuro y no se preocupa por nada que no sea él mismo. Ni siquiera tiene estilo para ser un “ni ni”, esa generación de gandules malcriados que abundan en esta época que nos ha tocado vivir… Este, encima, mira por encima del hombro a todo aquel que osa dirigirle una mirada, como diciendo “cuidadito, que muerdo”. Esta es la historia de desamor, dura, triste, real…

La tercera historia la protagoniza una chica, edad indeterminada, una guapa morena de bella sonrisa que sonríe siempre y a pesar de todo. Tiene un espíritu optimista que muestra a todo aquel que la conoce. Si le preguntas cómo está, ella te contestará con un bonito “bien, gracias” adornado con una mirada profunda, sincera. Solo cuando está sola en casa, en la oscura soledad que la rodea, deja que el pasado vuelva ante sus ojos y llora desconsolada, arrancándose la careta sonriente que convive con ella durante las horas de luz. Creo recordar que no llegaremos a saber qué le causa tanto dolor, pero sí que es posible que al final alguien consiga darle algo de calor para que la pena sea menos dolorosa.

Por último, nos encontramos con la mezcla de todo, con el amor, el desamor, el odio, la frustración, la ternura del consuelo y la decepción originada por la dejadez y la falta de interés que, a veces, causamos en las personas que nos importan. La protagonista, de la que tampoco conocemos nada más que lo que siente y piensa según le van sucediendo cosas, es una luchadora del siglo veintiuno que nos narra en primera persona cómo ha sido el último año que ha vivido, doce intensos meses en los que ha amado, odiado, reído, llorado… Su cuerpo ha experimentado un cambio considerable por los motivos que ella misma nos cuenta y, al igual que ha aprendido a amar de un modo más ligero y tranquilo de lo que estaba acostumbrada, se ha sentido dulcemente querida. Un guiño a la realidad de la vida cuando uno ya tiene cierta edad que nos enseña que no hay desamor sin antes haber amado, no hay peor enemigo que la indiferencia, el odio nace del amor y todo eso junto forma lo que al final somos… Un conjunto de experiencias buenas y malas que mi protagonista nos acerca desde su “yo” más sincero.

¿Qué te parece? ¿Imaginas a estos cuatro juntos en una sola historia? Pues mira, quizá los junte a ver qué pasa… Aunque posiblemente, alguien vendrá y lo estropeará…

Hasta la próxima, querido diario…

Bss.
   



17/10/17

Sin título (III): ... era su lugar, su refugio, su cielo y su infierno...

El transcurrir de los años le había ayudado a ver el pasado con ojos más realistas, más certeros. Ya no pensaba que había sido el destino el que le había jugado una mala pasada, sino que había sido él el que un día decidió jugar con su suerte sin saber que la vida, a veces, se torna juguetona y nos hace ser marionetas en sus manos invisibles.
Sentado en el extremo de aquel espigón que un día guardó sus sueños, pensaba que tal vez la vida no había hecho más que jugar con él, aunque, bien mirado, nunca hubiera conocido a Isabel. No se habría deleitado mirando los hoyuelos que adornaban su bello rostro; sus dedos nunca se hubieran perdido en su pelo del color del mar embravecido, ni hubiera conocido nunca el amor de una sirena. Bien mirado, su vida no hubiera sido una vida extraordinaria si ella no hubiera estado junto a él.
Recordó con ternura cómo ella lo miraba cuando hacían el amor en la cubierta del viejo Laura, y cómo él le contaba mil historias de la mar mientras las olas mecían suavemente aquel bote que fue el testigo más fiel de su amor. Habían pasado más de sesenta años desde entonces y ya veía cómo llegaba el fin de sus días, sin ella asomando por el viejo peñón, que un día, le empujó a vivir la vida de marino que siempre quiso ser. Ése era su lugar, su refugio, su cielo y su infierno; allí iba cuando estaba alegre, cuando no podía seguir caminando, cuando el peso del amor extinguido por el paso del tiempo le curvaba la espalda y le impedía encarar el día a día. Sabía que le quedaba poco; quizá, con suerte, tres o cuatro años, pero ¿qué era la vida ya para él? Una sucesión de horas, minutos, segundos… Nada más que el paso lento de unas horas vacías que jamás volverían a ser nada sin su compañera, sin su Isabel.
Mientras daba vueltas al viejo bastón que su hija le había regalado en su último cumpleaños, veía cómo el Sol se iba poniendo sobre un Mediterráneo que más parecía un espejo que otra cosa. La brisa acariciaba las arrugas de un rostro que, en otro tiempo, había sido joven y bello. Con una media sonrisa, se dejó llevar a aquellos años de juventud, en los que todo era prisa por vivir, prisa por amar. Isabel vivía en el extremo de la calle que él recorría cada día para ir a los muelles. Cada mañana, ella se asomaba a la ventana para verlo pasar. Fernando era hermoso, fuerte, de piel morena y cabello aún más oscuro. Sus ojos, verdes como las profundidades del mar, la miraban sonrientes mientras su boca, más discreta, dudaba buscando algo que decirle. Ella, coqueta, se atusaba su larga melena negra como el azabache y lo miraba con esos bellos ojos marrones que hacían de su rostro el más bello e inolvidable de todos los que se dejaban ver por el pie del Castillo.
Ambos se conocían desde el día que nacieron, un once de noviembre, casualidades de la vida... Sus madres decidieron que ambos debían llegar juntos a este mundo y que sus vidas irían unidas por lazos invisibles hasta el fin de las mismas. Se pusieron de parto el mismo día y casi a la misma hora, porque Polonia, la madre de Fernando, esperó hasta la hora de cerrar el comercio que tenía junto a la plaza de abastos y que regentada con su marido. Ella era así, detallista con todos a más no poder, y no quería que ningún vecino pasara falta de nada si cerraban antes. El primero en nacer fue Fernando, y unos minutos después llegó al mundo la bella sirena que le robaría el corazón años después.
Desde ese momento, el destino rigió sus vidas y los fue encaminando el uno hacia el otro. Todo eran pequeños atisbos al doblar una esquina, un reflejo en una ventana, una mirada furtiva en la playa, cuando cada uno jugaba con sus amigos. El destino ganó la partida con un poco de ayuda de Polonia y Lola, las madres de los pequeños enamorados, que no hacían más que cotorrear en casa nombrando al otro a cada momento. Los padres de ambos se mantenían a una prudente distancia de este tema, no fuera a ser que les cayera a ellos el peso de la furia materna y asumían, cada uno a su modo, que tanto Isabel como Fernando, tenían decidido su futuro.
-He dicho que será así, y así será, decía Polonia una noche mientras fregaba los platos de la cena.
-Sí, mujer, así será, contestaba Juan, su marido, casi en susurro para no contrariarla demasiado.
Y sí, así fue. Un 1 de mayo, Fernando e Isabel se unieron en matrimonio para toda la vida con sus padres como testigos. Como banda sonora, el latido alegre de los corazones de ambos, que, desde ese momento, latían al unísono en el comienzo de una vida en común que ambos asumían como lo mejor que les había pasado nunca.
Fernando sonrió nostálgico al recordar aquellos años, esos días que ahora, llegando el ocaso de su vida, tanto añoraba y con tanta nitidez recordaba. Contó hasta tres para tomar impulso y levantarse de la fría roca en la que se había dejado caer. Después, lentamente, con paso decidido, se encaminó hacia la punta del espigón; desde allí se divisaba la Isla Negra, solitaria, orgullosa, y allí, sentada sobre la vieja roca, dormida, desnuda, le esperaba ella.
 



Una luna, una playa, ...

Una luna, una playa, ...

Si cerraba los ojos, aún podía verlo, sentirlo, … Una luna, una playa, unos brazos que la abrazaban, una boca que la besaba, u...

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