27/04/16

Cuatro vidas.

Cuatro vidas.
Parte I.

Dicen que la línea que separa el amor del odio es muy fina en la mayoría de los casos. No puedo decir si eso es lo que les ocurrió a los protagonistas de esta historia; lo que sí puedo afirmar, con rotundidad, es que ellos pensaban que tenían una amistad que resistiría más allá de sus vidas mortales. Posiblemente hubiera podido ser así, si no hubiesen estado absolutamente equivocados al pensarlo. Claro, que ellos estaban convencidos de que nunca se equivocaban.

Los cuatro protagonistas de esta historia formaban un grupo muy peculiar compuesto por dos más dos; es decir, dos chicos y dos chicas, todos adultos y cada uno con su vida montada fuera de este pequeño círculo, cuyo eje central era la profesión que, también, compartían. Dos hombres y dos mujeres de éxito, tanto en su vida personal como profesional, que buscaban esos momentos de esparcimiento de todo cuando sonaba el gong que anunciaba la hora de la comida, o de la merienda, y salían de la oficina para que les diera algo de sol, algo de aire. Y siempre, juntos. Habían conseguido formar una especie de universo en el que eran sus reglas las que imperaban y sus deseos los que se respetaban. No había nada ni nadie ajeno a este grupo que fuera capaz de soportar más de una hora con ellos; eso en el mejor de los casos, porque llegaba un momento en el que parecía que hablaban otro idioma, un idioma creado por y para ellos. Hasta que, pasados un par de años, se interpuso entre ellos la atracción que sentían los unos por los otros; pasados un par de años, el amor hizo su aparición en su forma más romántica y las cosas empezaron a cambiar.

Justo sería que, al igual que yo les conocí, día a día, poco a poco, acodado tras la barra del “Maravilla”, cafetería/ vinoteca/ pub/ restaurante de comida rápida de la que engaña el hambre, vosotros también supierais cómo eran. Sus nombres iban, claro, de dos en dos: Aída y Lucas, Sara y Teo. El orden de ellos, en este caso, sí que alteraba el producto, ya que era así como siempre entraban en el local que compartía sus secretos. Ninguno de ellos aparentaba darse cuenta de este hecho, pero cualquier observador podía ver las preferencias de unos y otras, ya que éstas estaban claras y no había lugar a dudas.

De los cuatro, la más interesante era Sara, al menos para este humilde testigo. Era la más inteligente del grupo, la más trabajadora, la más seria… Pero al mismo tiempo era la que más disfrutaba de las fiestas, de los ratos de ocio, de sus amigos. Había días que, al entrar en el local, su mirada se me clavaba en lo más hondo, de lo profundos que eran sus ojos marrones. Decían los que la conocían bien que su mirada hablaba por sí sola, que no necesitaba más para comunicarse. Y era verdad; hay una canción que reza: “la española cuando besa, es que besa de verdad”. Pues en el caso de Sara, cuando te miraba, te miraba de verdad. Aunque tenía un corazón de oro, era cabezota, visceral y rencorosa; si ella decía “se acabó”, se acababa, así, sin más discusión. Le fastidiaba mucho que los demás no dieran importancia a lo que a ella le importaba y que no escucharan lo que tenía que decir al respecto de algunos temas considerados tabú en la sociedad en la que vivíamos. A cambio de todos esos pequeños “defectos”, podías llamarla a cualquier hora desde cualquier lugar que siempre contestaba a tus necesidades. Y todo eso a Teo lo llevaba loco.

Teo era el más joven del grupo; se llevaba un par de años con los demás (todos de la misma quinta), pero casi no se notaba. Era todo lo contrario a la mujer por la que bebía los vientos en silencio: meloso, atento, cariñoso hasta extremos agobiantes, siempre tenía una sonrisa para todo aquel que con él se cruzara. Sus ojos verdes siempre sonreían y nunca tenía un mal gesto ni una mala palabra para nadie. Huía por sistema de las discusiones, que le producían un tremendo malestar e incluso, cuando éstas elevaban el tono, su cuerpo reaccionaba en forma de intensa sudoración. Lo importante de la vida de Teo era, ni más ni menos, no perder lo que hasta entonces había conseguido; y si ese deseo abarcaba también el no perder nunca la compañía de Sara, mejor que mejor. Aún no sabía con certeza si lo que por ella sentía era puramente sexual o si había algo más; lo que sí sabía era que buscaba su compañía cada día con más frecuencia, le gustaba pasar sus ratos libres con ella (y con los otros dos) y de momento, no imaginaba su futuro cercano sin ella.

Ahora que los años han pasado y la distancia temporal me permite mirar esa época con cierta frialdad, no sabría decir qué era lo que más me gustaba de Lucas y Aída, quizá la complicidad que mostraban al mirarse; con ellos sí que sobraban las palabras. Se conocieron años antes cuando la editorial para la que trabajaban todos envió un equipo de investigación a Etiopía para un reportaje sobre las adopciones en ese país. Casi nunca contaban nada sobre aquel viaje que los había convertido en inseparables, pero las lágrimas asomaban invariablemente a los bonitos ojos negros de Aída cada vez que veía algo en televisión que le recordaba aquellas semanas vividas o cuando alguien la felicitaba por el extraordinario trabajo que realizó, que bien le valió uno de los premios más codiciados por los periodistas de investigación. Ni siquiera fue a recoger aquel premio; Lucas fue en su lugar con unas sencillas palabras de agradecimiento que habían escrito entre los dos. Lo cierto era que ambos volvieron de allí con más furia que alegría, con más desesperanza que ternura y con mucha más rabia que sosiego. Pero, a pesar de todo ello, la vida seguía y la de ellos estaba a miles de kilómetros de la fuente de pena y dolor que les había unido.

Lucas se levantaba cada mañana con un firme ritual que repetía incesantemente todos los días del año, estuviera donde estuviera y en compañía de quien fuese. El primer cigarrillo del día lo encendía nada más levantarse; se daba una ducha, encendía el segundo, se afeitaba, encendía el tercero y por fin, acompañado de un café con leche bien caliente, encendía el cuarto. No había nada que le hiciera dejar ese vicio o, al menos, reducir el número diario que consumía, que era a todas luces, excesivo. “¿El dinero es vuestro? ¿Y el pulmón? Pues eso”, solía decir cada vez que alguno se quejaba y empezaba con la charla. Con la única con la que no discutía este tema, al menos en público, era con su alter ego, que mantenía un curioso silencio y una divertida sonrisa cada vez que el tema salía a colación.


Aída no era demasiado habladora, le gustaba mucho más escribir que conversar, lo que la hacía, a mis ojos, muy misteriosa. No se dejaba conocer, prefería mantener a raya a los que se le acercaban para asomarse en sus negros ojos y no solía tener curiosidad ni necesidad en conocer a gente nueva. Desde hacía unos meses vivía con un chico, alguien a quien los demás habían visto tan solo un par de veces (yo no puedo deciros cómo era, al “santuario” nunca fue invitado), quizá para no mezclar ambas vidas y poder así, sin que nadie se inmiscuyera, seguir manteniendo el juego del ratón y el gato al que Lucas y ella jugaban cada cierto tiempo. ‘Sexo del bueno, nada más”, le respondía a Sara cuando ella mencionaba el asunto.

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